La Tierra, girando alrededor del Sol junto a los demás miembros del sistema planetario, evoluciona siguiendo a su estrella a lo largo de una amplia órbita cuyo centro es el núcleo de nuestra galaxia, la Vía Láctea. Este movimiento de traslación es relativamente lento, en función del enorme perímetro galáctico, pero aun y así nos hace recorrer unos 60 años-luz cada millón de años.
Es por eso que el espacio interestelar que se encuentra el Sol en su deambular no tiene siempre las mismas características. Durante los últimos 5 millones de años hemos estado atravesando una zona libre de obstáculos, en la que la densidad media era muy baja. Sin embargo, los astrónomos creen que esto acabará pronto: dentro de unos 50.000 años, el Sol y toda su corte empezarán a atravesar una nube de forma ovalada mucho más densa, llena de polvo e hidrógeno. Su densidad, de hecho, es un millón de veces superior a la del medio interestelar que ahora tenemos a nuestro alcance.
Llamadas nubes moleculares, este tipo de acumulaciones de materia son en realidad relativamente tenues. A pesar de todo, suponen la mitad de la masa total de gas que puede llegar a encontrarse el Sol en su órbita alrededor de la Galaxia, y cambian las reglas del juego de una forma drástica una vez te encuentras en su interior. De hecho, las nubes moleculares son el punto de partida para la formación de nuevas estrellas. Cuando alguna perturbación las cohesiona, como ocurre durante el estallido de una supernova cercana, empiezan a contraerse, en un proceso imparable que hace que su creciente gravedad las convierta en cuerpos estelares.
Los astrónomos creen que la mayor parte del gas molecular de la Vía Láctea se halla formando un anillo alrededor del centro galáctico, a distancias que van de 11.000 a 24.000 años-luz de este último. La Tierra, junto al Sol, se mueve fuera de este anillo. Sin embargo, el gas molecular también está asociado a los brazos espirales de la galaxia, y nuestro sistema solar se encuentra en las cercanías de uno de ellos. Y aunque es cierto que las nubes moleculares crecen y se disipan en plazos relativamente cortos de unos 10 millones de años, formando o no estrellas, podemos encontrárnoslas de forma periódica en nuestra ruta galáctica.
Dicho esto, ¿qué consecuencias puede tener que el Sistema Solar penetre en una nube molecular? A primera vista, eso no debería suponer ningún problema. Pero según los estudios realizados, entrar en esta especie de “sopa de guisantes” tendrá necesariamente una influencia en la forma que adopte la heliosfera (la zona de influencia física del Sol) y en la dirección del flujo solar, fenómenos que actualmente se están investigando. Si ello ocurre, el clima de la Tierra podría variar entonces de forma dramática. También se cree que el nuevo medio interestelar, en contacto con la atmósfera de nuestro planeta, podría modificar su química, cambiar la morfología de la magnetosfera terrestre, y permitir una mayor incidencia de los peligrosos rayos cósmicos.
Es posible que las pasadas eras glaciales hayan sido debidas a la penetración del Sistema Solar en una de estas nubes moleculares. En ese caso, la civilización humana podría tener que afrontar su declive, inducida por cambios climatológicos extremos. Serían los cambios drásticos de temperatura y los episodios asociados a ello lo que nos complicaría mucho la vida, pero las nubes moleculares constituirían el problema original que no podríamos evitar.
Soluciones para el encuentro con una nube molecular
Por suerte, cincuenta mil años es mucho tiempo. En ese plazo, la astronomía habrá avanzado más que suficiente para ser capaz de detectar los primeros síntomas de nuestra penetración en ese paraje, o incluso predecirlo con antelación, permitiendo hacer cálculos sobre las consecuencias y poniendo a punto remedios tecnológicos para soportarlas.
Si ello implica la entrada en una nueva era glacial, la tecnología podría trabajar para iniciar un calentamiento global controlado, que compense la situación. Quizá deberemos construir escudos para defendernos de los rayos cósmicos o compensar cualquier variación química en la atmósfera. Nuestro ecosistema, que es también el del resto de seres vivientes, deberá ser vigilado para evitar cualquier desequilibrio que ocasione una reacción en cadena. La simple extinción de una serie de especies podría suponer la desaparición de otras de las que dependamos, dificultando nuestra propia supervivencia.
No hay duda de que si nos topáramos ahora mismo con una nube molecular más densa que el entorno presente, lo tendríamos muy difícil para salir adelante. Nuestra tecnología tiene aún demasiadas carencias, como nuestra comprensión sobre cómo nos afectaría. Por fortuna, lo que sí sabemos ahora es que algo así no debería pasar hasta dentro de 50.000 años, suficiente como para que podamos paliarlo o, en último extremo, para que podamos buscar otro planeta alrededor de una estrella más afortunada.
Que estemos en camino hacia una nube molecular no quiere decir que no estemos ya dentro de otra. Se llama Nube Local Interestelar y la estaríamos atravesando desde hace 44.000 a 150.000 años. Se trata de una nube de unos 30 años-luz de diámetro, y a la actual velocidad, no la abandonaremos hasta dentro de 10.000 o 20.000 años. Los astrónomos no están seguros del todo sobre si estamos dentro de ella o si solo la estamos rozando, pero lo primero parece lo más probable. Su densidad es baja, apenas 0,3 átomos por centímetro cúbico, cuando el promedio de la galaxia es casi el doble. Esta cantidad es extraordinariamente pequeña, si la comparamos con un medio como la atmósfera terrestre, aunque aún puede influir en la forma de la heliosfera. Pero también es cierto que, sea como sea el modo en que la esté afectando, tiene como resultado nuestra situación actual. Se piensa que sus efectos son limitados gracias a la potencia del viento solar y del propio campo magnético de nuestra estrella. Lo que preocupa verdaderamente a los astrónomos es lo que ocurrirá cuando salgamos de dicha nube, cuando entremos en un espacio menos denso, pero sobre todo, cuando entremos en la próxima nube, que denominamos “nube G”.
La nube G es adyacente a la nube interestelar local y a ella nos dirigimos. Algunas de las estrellas más próximas a la Tierra, como Alfa Centauro y su compañera Próxima Centauro, o Altair, ya se hallan dentro de la nube G. Debido a la cercanía de estos cuerpos estelares, parece que su estudio podría proporcionarnos pistas sobre el entorno en el que se encuentran y que antes o después experimentaremos.
De un modo u otro, no parece que la entrada en una nube molecular más densa vaya a poder acabar con la vida en la Tierra. El Hombre podría desparecer de no mediar ninguna solución tecnológica, pero otros seres vivos, como la historia se encarga de recordarnos, sin duda serán capaces de sobrevivir.
Fuente: noticiasdelaciencia.com
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