Boletin del Día

Sergio Castañeda vive todos los días 15 minutos de martirio. Es el tiempo que destina en convertirse de humano a una especie de técnico nuclear. Bajo un traje especial debe entrar al área covid-19, la zona roja. Sobre su habitual uniforme blanco de enfermero debe colocarse un traje de aislamiento que le deja libres los pies, las manos y la cabeza. Debe ponerse dos tipos de guantes y un par de botas. También una bata quirúrgica, unas gafas de protección, doble mascarilla, un gorro para el cabello y una careta de plástico. Luce como Darth Vader, en su versión sanitaria. Lo complicado no es colocarse el equipo, sino la catarata de inseguridades: ¿se habrá colocado bien la mascarilla? ¿Y si se rompió el listón de la mascarilla? Por cuatro horas debe evitar sofocarse por los 39 grados centígrados de calor corporal. Si quiere tomar agua o ir al baño, deberá esperar al final de su turno. Esa es su nueva normalidad.

“Al momento de que te piden entrar al área covid tienes que prepararte psicológicamente. Da miedo y me da ansiedad. Allí dentro el reloj avanza muy lento”, cuenta Castañeda, que trabaja en el hospital Adolfo López Mateos del Instituto del Seguro Social al Servicio de los Trabajadores del Estado (ISSSTE), una red de salud pública de México. Él está en la primera fila frente a la covid-19. Todo el personal sanitario en riesgo por la pandemia, como los mayores de 60 años, embarazadas o con alguna enfermedad degenerativa, fue apartado por seguridad. En su sanatorio atienden, según recuerda Castañeda, a 68 personas con coronavirus y a otras 24 en urgencias.

A veces, algo sí se logra colar en el infranqueable traje de seguridad de Sergio: las dudas. Un error a la hora de colocarse una parte de su indumentaria puede significar contagiar a sus padres. Y lo peor: contagiar a Diana, su pareja, que tiene cinco meses de embarazo. Ella también es enfermera, pero las autoridades sanitarias la han obligado a descansar. “En febrero nos dimos la noticia de que estábamos embarazados. Desde finales de marzo, por la pandemia, limité las visitas. Cuando aumentaron los casos le dije que no podía verla. Solo hablamos por teléfono y mensajes. Es una etapa muy importante y duele no estar presente”, cuenta este enfermero de 26 años.

Otro de los temores entre el personal de enfermería es la calle. En México, a diferencia de lo que ha ocurrido en España, al personal sanitario no se le ha aplaudido del todo. A algunos enfermeros se les ha golpeado, rociado lejía e insultado. Quienes han agredido al gremio de enfermería han intentado justificar su violencia por el temor a contagiarse. El despacho de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación ha registrado 47 agresiones contra el personal médico en 22 Estados mexicanos. A Sergio, como a muchos otros trabajadores de hospitales públicos y privados, les han pedido salir a la calle sin su uniforme. “Cuando veía los aplausos en otros países pensé que iba a ocurrir lo mismo aquí. No ha sido tal, pero sí hay gente que te agradece por tu trabajo y es combustible para uno”, explica.

Castañeda hace 40 minutos de su casa, al oriente de Ciudad de México, al hospital. Viaja en transporte público. “Al principio de la pandemia, cuando llevaba mi uniforme, la gente a mi lado se cambiaba de lugar. Me tocó ver en Centro Médico cómo empujaron a una enfermera que iba subiendo las escaleras”, dice. Trabaja en las tardes por seis horas y media. En el sanatorio, desde marzo, empezaron a habilitar pisos específicos para la atención de la covid-19. El protocolo, como en el resto de instituciones sanitarias, empieza con la historia clínica del paciente, determinar si tiene los síntomas y si estuvo en contacto con personas que hayan dado positivo. La muestra se da a conocer en 72 horas. Cuando es positivo, se traslada al paciente en una camilla con cápsula y desde las bocinas del lugar se explica por dónde pasó para que un equipo desinfecte el área. México supera los 24.905 casos y registra 2.271 fallecimientos por el coronavirus.

Algunos de los profesores de Sergio Castañeda advirtieron del escenario de una epidemia, como la que les tocó en 2009: la influenza H1N1. Pero su verdadero acercamiento a un momento de alta tensión fue en 2014. Sergio, durante sus prácticas profesionales, vio cómo se llenó la sala de urgencias por un brote de influenza estacional. “En un México post pandemia no vamos a cambiar mucho. Tenemos ahora mismo la vacuna contra la influenza y la gente no se la aplica por miedo. Desde 2009 a la fecha se perdió el hábito de lavarse las manos frecuentemente y los hospitales no están preparados. Pasarán algunos años, vendrá otra enfermedad y volveremos a estar sin preparación”, opina.

Sergio Castañeda, con el equipo colocado como su armadura, debe colocar en una tela su nombre para hacerse notar entre el personal. Cuando entra a la temible sala covid, el nivel de audición es bajo. Los pacientes se encuentran aislados y solos. “Es muy triste porque los pacientes no reciben visitas. Nosotros platicamos con ellos. En ocasiones les prestamos nuestros teléfonos, los cuales tienen un protector, para que puedan hablar con su familia”, cuenta. Lo que resulta un golpe al estómago es cuando fallece una víctima de covid-19. “Es un protocolo difícil porque al cuerpo se le coloca cloro y una sustancia especial. Baja al área de patología. Lo más triste es que el familiar no se podrá despedir. Me esfuerzo para que mis pacientes puedan salir caminando por la puerta principal”, explica con un tono apesadumbrado.

La zozobra no se aparta de Sergio en ningún momento. Antes de salir del hospital oculta su uniforme. Cuando llega a casa debe dejar sus zapatos en la entrada. Se desinfecta las manos y todas las cosas que trae consigo. Se desnuda y tira la ropa que usó en el transporte público en un bote. Su uniforme lo coloca en otro recipiente con cloro. Ser precavido es su rutina ya. “Trato de tener el menor contacto con mi familia. La mayor parte del tiempo estoy en mi cuarto, solo”, describe. Manda un par de mensajes a Diana, ve su Facebook e intenta conciliar el sueño. Y en ese momento, pese a estar prácticamente bañado en desinfectante, aún se pregunta si se colocó bien los guantes de látex antes de entrar a la zona roja.

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