El puesto más ingrato. El mismo que obtuvo en Sidney hace 21 años, en la última ocasión en que la selección española masculina de waterpolo se asomó a las semifinales de un torneo olímpico. Estuvieron a punto de pelear por el oro, pero Serbia, la poderosísima Serbia, acabó imponiéndose por un gol. Les quedaba el consuelo del bronce, pero ahí estaba aguardando la temible Hungría, con sus colmillos de acero y su enorme portero, Viktor Nagy, que las para incluso rematando de cabeza. España se empotró contra el muro húngaro en la segunda parte y el equipo se hundió: no metió ni un solo gol en los dos últimos cuartos y los jugadores intentaron hacer cada uno la guerra por su cuenta, con selecciones de tiro no siempre acertadas, mientras que los húngaros crecían en la piscina hasta saberse medallistas olímpicos.
El partido había comenzado muy igualado y así se mantuvo durante los dos primeros cuartos. Al descanso, España y Hungría se marchaban con un empate a cinco, más contundentes los húngaros, más dominadores los españoles. Pero algo pasó en la segunda mitad, sobre todo el último cuarto, para que la selección se viniera abajo. Quizá fuera el golpe psicológico recibido ante Serbia, tal vez el agotamiento o la ansiedad, pero España se desfondó y dejó vía libre a los húngaros para controlaran el partido a su antojo. Alberto Munárriz lo resumía sin ambages al concluir el partido: «No lo hemos bien. Nos ha faltado trabajar más para el compañero y jugar como un equipo. Es lo que hicimos en la fase de grupos y es lo que, no sé si por los nervios, hemos sabido hacerlo menos en estos dos partidos».