“El fiscal general debe asegurar que la administración de justicia esté por encima y lejos de la política”, dijo William Barr (Nueva York, 1950) en el Senado de Estados Unidos, durante las audiencias de su confirmación para ese cargo. En el año y medio transcurrido desde entonces, se ha dedicado sin sutileza alguna, mano a mano con el presidente Donald Trump, a reescribir la historia de la injerencia rusa en las elecciones de 2016, a la que se ha referido como “una de las mayores farsas de la historia estadounidense” y “un sabotaje a la presidencia”. Ha llegado a decir que las pesquisas llevadas a cabo por su propio Departamento fueron un ejercicio de “espionaje” y ha abierto una investigación criminal sobre sus orígenes. Se negó, en cambio, por considerar que no era “urgente”, a abrir una investigación sobre la queja del denunciante anónimo que acabaría dando pie al impeachment de Trump. Ha presionado para que se le impusiera una pena más benévola que la que pedían sus propios fiscales a Roger Stone, consejero de campaña de Trump, condenado por manipulación de testigos y mentir al Congreso. Y el pasado 7 de mayo fue incluso más allá, al retirar los cargos contra Michael Flynn, el primer consejero de Seguridad Nacional de Trump, que se ha confesado culpable dos veces de mentir a los investigadores federales sobre sus contactos con diplomáticos rusos.
El 15 de enero de 2019, Barr, el segundo fiscal general designado por Trump, llegaba al Capitolio para sus audiencias de confirmación. Muchos demócratas confiaron en que estaban ante un defensor de las instituciones que contendría los excesos del presidente. Tardarían poco en comprender hasta qué punto se equivocaban.
Quienes conocían la trayectoria de Barr sabían que llevaba décadas abogando por un poder ejecutivo ilimitado. Sobre todo cuando ese poder lo ostentaba un presidente republicano. “La América de Bill Barr”, escribió recientemente en The Atlantic Donald Ayer, su predecesor como fiscal general adjunto con George Bush padre, “es una república bananera donde todos están sujetos a los caprichos de un presiente dictatorial y sus secuaces”.
En Estados Unidos, el fiscal general es jefe del Departamento de Justicia, equivalente a un ministro. Entre sus atribuciones está asegurarse de que se cumplen las leyes federales (y si no abrir investigaciones para llevar el caso ante la justicia), dar consejos legales al presidente, opinar en los casos federales y representar al Gobierno en temas judiciales. Tras el escándalo del Watergate, demócratas y republicanos comprendieron que era necesario reforzar la neutralidad política del Departamento de Justicia. Carter, un presidente alejado de la grandilocuencia, introdujo reformas para limitar el poder presidencial. Entre otras cosas, se creó la figura de los inspectores generales para eliminar el fraude y el abuso en el Ejecutivo. Trump, por cierto, se ha dedicado a despedir a los inspectores generales que no considera leales, el último este mismo sábado, Steve Linick, asignado al Departamento de Estado.
La corriente volvió a cambiar con la elección de Reagan en 1980, y el control republicano del Senado después de tres décadas de minoría. En 1982 Barr entró en el equipo legal de la Casa Blanca y, junto con un grupo de jóvenes juristas afines, empezó a diseñar una armadura para el poder ejecutivo. En la campaña de Bush padre, vio la oportunidad de continuar la labor empezada en los años de Reagan. Entró en el Departamento de Justicia, donde pronto escribió un memorando advirtiendo de la amenaza que el Congreso representaba para la presidencia. En 1991 Bush le nombró fiscal general.
Tras la elección de Bill Clinton, Barr combatió la regulación federal desde el sector privado, se hizo rico y continuó promoviendo su ideal de sociedad a través de numerosas organizaciones religiosas ultraconservadoras, como el Centro de Información Católica de Washington, vinculado al Opus Dei, cuyo consejo presidió Barr junto con Pat Cipollone, hoy abogado de Trump.
Cipollone fue una de las figuras clave en la vuelta de Barr a la primera línea de la política, abogando por él ante el presidente. Después de perder la mayoría en la Cámara de Representantes en las elecciones de noviembre de 2018, en medio de la investigación sobre la trama rusa, Trump fuerza la dimisión de Jeff Sessions y elige a Barr para el puesto de fiscal general. “¿Dónde está mi Roy Cohn?”, había preguntado en 2017 a sus asistentes un frustrado presidente Trump, incapaz de hacer desaparecer la investigación de la trama rusa, en referencia al legendario abogado que defendió con fiereza sus intereses como empresario. En Barr, defensor de la misma concepción maximalista del poder ejecutivo, acabaría encontrando ese aliado perfecto para desafiar la teoría de la separación de poderes de Montesquieu.
Barr no había sido de los primeros en abrazar el trumpismo pero, como tantos otros, tras su victoria lo defendió con el furor del converso. Crecido en una familia que daba la nota conservadora discordante entre la élite liberal del Upper West Side durante la construcción de “la gran sociedad” de Lyndon Johnson, Barr formó su ideología política en reacción al consenso progresista que le rodeaba. Comparte con el presidente esa idea de una izquierda que acecha. La ofensiva para derrocar a Trump, primero con la trama rusa y luego con el impeachment, ha hecho converger armónicamente los intereses políticos de uno y otro.
Ambos creen, de una manera un poco más erudita y sofisticada en el caso de Barr, que cualquier límite al poder presidencial debilita al país. Cada presidente trata de construir un Departamento de Justicia a la medida de sus prioridades legislativas. Pero sus críticos denuncian que el de Barr se ha convertido en una auténtica arma política en manos de Trump.
Han encontrado resistencia en una parte del poder judicial, que defiende con celo la independencia política y el servicio a la ley y las instituciones. El juez federal encargado del caso de Michael Flynn ha decidido seguir adelante con el caso. Ha nombrado a un fiscal retirado para oponerse a la moción del Departamento de Justicia y se habla incluso de una posible acusación de perjurio. Más de 2.000 antiguos empleados del Departamento de Justicia han firmado una carta pidiendo la dimisión de Barr y que el Congreso le censure por sus “repetidos asaltos al Estado de derecho”.
La reescritura de la historia de Trump y Barr se completa ahora con la construcción de una narrativa conspiratoria, bautizada como Obamagate, que apunta al que ya es de facto el rival de Trump, el exvicepresidente Joe Biden. La idea es que, tras la victoria republicana en 2016, el Departamento de Justicia y el FBI de Barack Obama abrieron una investigación sobre los vínculos de Trump con Rusia para impedir su llegada a la Casa Blanca. Lo cierto es que el FBI, a pesar de que tenía material para abrir la investigación sobre la injerencia rusa, no lo hizo hasta después de las elecciones. “¡OBAMAGATE!”, así, en mayúsculas y con exclamación, es el tuit fijado que abría la cuenta del presidente Trump este fin de semana. El 7 de mayo, tras anunciarse la decisión del Departamento de Justicia de retirar los cargos contra Flynn, le preguntaron a Barr cómo creía que la historia juzgaría su jugada. “La historia la escriben los ganadores”, respondió, “así que depende en buena medida de quién la escriba”.