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Buscan crear enjambres de insectos robot capaces de actuar coordinados

Néstor Pérez-Arancibia dirige el laboratorio de sistemas microrrobóticos de la Universidad de California del Sur y sitúa en la olvidada ingeniería mecánica la respuesta a los retos de impulsar y controlar estas máquinas diminutas

El fruto del último proyecto de investigación de Néstor Pérez-Arancibia, Xiufeng Yang y Longlong Chang, investigadores de la Universidad de California del Sur, pesa 0,08 gramos y se alimenta de alcohol, concretamente metanol. Robeetle -así se llama la criatura- es un escarabajo robótico capaz de moverse sin la ayuda de baterías y transportar cargas de hasta 0,28 gramos, que no parece mucho, pero es casi el triple de su peso. “Este es un paso importante, porque funciona sin cables. Sin baterías. De forma autónoma desde el punto de vista de la energía”, explica Pérez-Arancibia.

La motivación de este investigador chileno, que fundó en 2013 el laboratorio de sistemas microrrobóticos autónomos de la Universidad de California del Sur, es desarrollar las tecnologías necesarias para crear colonias de miles de robots a escala insecto y capaces de coordinarse para ejecutar tareas útiles para los humanos. “Las muchas aplicaciones para este tipo de sistemas multiagente incluyen polinización artificial, búsqueda y vigilancia en entornos peligrosos y recolección de datos en situaciones extremas”, precisa.

Estas colonias podrían incluir insectos rastreros, como Robeetle; voladores, como Bee+, otro microrrobot creado en el mismo laboratorio; e incluso acuáticos. Pero aún les queda camino por recorrer. “El problema para llegar a crear insectos robot está en la energía y la potencia. Ahora mismo los mejores actuadores, o los más fáciles de utilizar, son excitados con electricidad”, señala el investigador. Esto quiere decir que los inputs que controlan, por ejemplo, los movimientos del robot son eléctricos e implican el uso de baterías que, con su capacidad limitada por sus reducidas dimensiones, no ofrecen suficiente autonomía.

¿Escarabajo de vapor?

“Hay restricciones fundamentales a nivel físico. Cuando he hablado con los mayores expertos en baterías del mundo, su respuesta es asustante y deprimente”. El problema es que no está claro que se pueda llegar a tener baterías con suficiente energía a escalas tan pequeñas: como muestra, la energía específica de una batería es de 1,8 megajulios por kilo, la de la grasa animal que empleamos los organismos vivos asciende a 38 megajulios por kilo. Por eso, Pérez-Arancibia se centró en la búsqueda de actuadores que utilizasen fuentes distintas a la electricidad.

A Robeetle la ingeniería electrónica, reina indiscutible de la innovación tecnológica moderna, se le queda corta. La energía que alimenta sus movimientos procede de la combustión de metanol, un alcohol que se emplea como disolvente, anticongelante o, como en este caso, combustible capaz de generar 20 megajulios por kilogramo. El resultado es un robot que tiene más de la máquina de vapor ideada por James Watt hace dos siglos que de gadget moderno. “La gente se olvidó de esto, pero antes de la era de la electrónica también se usaba control automático. En el motor de vapor todos los controladores eran mecánicos”, recuerda el ingeniero.

En los motores primigenios, la presión del vapor de agua generaba el movimiento y el control de sus flujos permitía controlarlo. ¿Qué pasa en el interior de este escarabajo artificial cuando da un paso? Además del combustible, Robeetle lleva en su interior un músculo artificial hecho con una aleación con memoria de forma. Este material, sometido a cierta temperatura, puede recordar y adoptar una forma anterior. Cuando el metano entra en contacto con la superficie del músculo, cubierta de platino, se produce una reacción química que eleva la temperatura y provoca la contracción de la pieza.

Con esta primera parte habríamos logrado generar el movimiento. ¿Cómo se controla para lograr que las sucesivas contracciones del músculo hagan avanzar a Robeetle? Con mecánica. O, lo que es lo mismo, con válvulas que se abren y se cierran de forma coordinada dando paso o deteniendo la corriente de combustible. “Esto es lo que hacían los ingenieros antes de la era de la electrónica. Controlar las válvulas sin usar electrónica ni computadores”.

Del suelo al cielo

La limitación de Robeetle está en la velocidad a la que se produce y se interrumpe la combustión del metanol, que marca el ritmo de los pasos del robot. Para un rastrero escarabajo es suficiente, pero puede no bastar para sostener el aleteo de una abeja (mucho más rápido que el de las mariposas). “Ya tenemos maneras de hacerlo más rápido, empleando diferentes tipos de combustible”, matiza el experto. El objetivo ahora es seguir aumentando esa velocidad, para mantener en el aire a la colonia de robots voladores que constituye el objetivo final de Pérez Arancibia.

Desarrollado el modelo mecánico y demostrada su estabilidad, la incorporación de sistemas electrónicos que sofistiquen y amplíen las funciones de estos microrrobots se le antoja un reto menor, puesto que, a Robeetle le queda “un montón de espacio” para poner incluso baterías que alimenten sistemas de procesamiento de señales. “La energía necesaria para eso es baja. Donde se va la mayoría de la energía es en el movimiento. En hacer que el robot camine o vuele”.

Robeetle, como prueba de concepto, ha cumplido con su misión de anteceder a esa colonia robótica voladora. Pero también tiene antepasados como el insectocóptero diseñado por la CIA en los años setenta. “Contrataron relojeros suizos para crear los mecanismos, pero el proyecto falló porque la tecnología no estaba lista desde el punto de vista de fabricación”, explica el ingeniero. Y también tiene primos en el presente, en líneas de investigación más cercanas a la biología pero también interesadas en el control de pequeños organismos híbridos. Es el caso de los saltamontes modificados para detectar explosivos, desarrollados en la Universidad de Washington o las medusas tuneadas -y consecuentemente capaces de nadar a mayor velocidad- de la Universidad de Standford. “Me parece muy interesante, pero yo no podría trabajar en eso porque dos de mis estudiantes de doctorado son veganos”, comenta Pérez-Arancibia entre risas.

¿Abrirán estos robots un nuevo melón en lo que a protección de la privacidad se refiere? ¿Tendremos que desconfiar (aún más) de las avispas? “No es casualidad que, por ejemplo, DARPA, la agencia de proyectos militares de Estados Unidos, financie estos proyectos”, admite el investigador. Pero a las posibles aplicaciones militares antepone los beneficios que podrían traer consigo en cirugías, entornos peligrosos o incluso a la hora de ejecutar hipotéticas y futuristas tareas de polinización en otros planetas. “Va a ser súper difícil tener una abeja viva en Marte”, razona. “Como con todas las tecnologías, hay cosas buenas y cosas que pueden ser siniestras asociadas a ellas”.

Fuente: elpais.com

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