El virus anda suelto en el gran mercado de Latinoamérica
En el puesto de tomates dicen que el 108 ha cerrado porque el dueño murió de coronavirus. “No, es que han bajado las ventas y no podía mantener el negocio”, cuentan sin embargo detrás de las cajas del chiles serranos. El de las cebollas se ajusta el cubrebocas y, casi susurrando, dice que “no era muy limpio” y por eso Sanidad le ha cerrado el puesto. “Lo que pasa es que se asustó porque sí esta habiendo muchos muertitos”, avisan desde el local de papas. Y al final del pasillo, mientras espera su turno para almorzar unos tacos al pastor, otro vendedor de frutas reflexiona estoicamente: “Quién sabe lo que pasó o vaya a pasar con el pinche virus. Al final de cuentas, todos vamos a ir para allá cuando diosito nos llame”.
El mercado de abastos de la Ciudad del México, el más grande de Latinoamérica, un gigante del tamaño de 250 campos de futbol, cinco veces más que la extensión del Vaticano, se ha convertido en un foco rojo en la capital, la entidad mexicana que acumula a su vez más contagios: 5.000, de los casi 20.000 detectados. Las autoridades del mercado han reconocido al menos 25 casos. Dos trabajadores han fallecido y ocho están hospitalizados.
El Gobierno de la ciudad consideró el mercado desde el principio de la crisis como una actividad esencial que no debía cerrar. Desde finales de marzo, cuando México elevó el umbral de la emergencia, se comenzaron labores especiales de desinfección. Las denuncias de los comerciantes han ido aumentando durante las semanas de escalada de la epidemia. Este lunes, dos meses después de iniciada la crisis, se han redoblado las medidas con un dispositivo específico de detección y prevención. 400 operarios de Sanidad desplegados por las instalaciones, 10 carpas médicas, controles y señales de advertencia. Desde este lunes, un nuevo cartel gigante da la bienvenida a los vehículos que entran al recinto: “Cuidado, está usted entrando en zona de alto contagio”.
Debajo del cartel, policías armados de termómetros digitales van haciendo los controles a coches y peatones. Por encima de 37 grados, no pasan. Una pareja al volante ha superado el límite. Les mandan para atrás. “Vamos a esperar unos minutos y hacemos una segunda prueba. Hasta por el nerviosismo de que les vamos a checar les sube la temperatura”, explica el policía. La pareja vuelve a que le apunten en la frente con el sensor. 36,4. Pueden pasar. Más grados: Un señora entra caminando: 35,3. Un señor en moto: 36,6. Un señor en bici, sudando, con cuatro cajas atadas con cuerdas: 33,8. Una temperatura en el terreno clínico de la hipotermia. “Debe ser del agotamiento −resume el policía− de que casi va a desmayarse. Quién sabe si ha comido hoy”.
El mercado de abastos mexicano no es solo un negocio al mayoreo. Antes de fijar en los setenta su localización actual, al oriente, el gran mercado estaba en el casco viejo de la ciudad y abastecía también las compras al pormenor. Esa tradición sigue vigente hoy con naves separadas para el comercio familiar o industrial. Cada día pasan por sus puertas 500.000 personas, se comercializan 60.000 toneladas de productos y cargan y descargan 70.000 vehículos. Acción las 24 horas. El mercado nunca duerme.
Las autoridades del negocio −un fideicomiso del que forma parte el gobierno de la ciudad− reconocen que el brote aún no está controlado pero defienden las medidas impuestas hasta ahora. Ciudad de México ha sido uno de los Estados con un dispositivo de seguridad más laxo en comparación a otros grandes nodos comerciales del país como Jalisco o Nuevo León.
Durante la Semana Santa, en plena crecida de la pandemia, otros mercados populares de la capital multiplicaron hasta por cuatro la afluencia de clientes, con escandalosas fotos de pasillos abarrotados de gente. La respuesta de las autoridades no pasó de repetir la importancia de guardar la distancia debida y usar cubrebocas. Otras capitales, como Bogotá, han sido más estrictas, con clausuras de bodegas y cierre total del mercado central durante un día a la semana para limpiar a fondo las instalaciones.
Enfundados en un traje de gasa blanco, de pies a cabeza, el personal de Sanidad pasea por el mercado mexicano como si fueran buzos marinos. Por el megáfono van recordando la importancia de lavarse las manos y guardar la distancia. Algo verdaderamente difícil por los pasillos destinados al menudeo. No son más de cuatro metros de ancho, ocupados muchas veces por cajas, palés y el movimiento de los carros de mercancías. Es como caminar por una pantalla del Tetris. En las entradas de las bodegas reparten gel y controlan que entre los visitantes no se cuelen niños, ancianos ni mujeres embarazadas. Una familia se encamina por las escaleras. Los dos niños y el padre se quedan fuera. Solo entra la madre.
“Las doñas ven todo este desmadre, los carteles en la entrada y todo eso, se asustan y ya no quieren venir”, explica Iván Sandoval recostado y sin cubrebocas en su puesto de pollo. Las cifras oficiales del mercado son un 25% menos de clientes en las bodegas de compra al por menor. Mientras que la actividad habría seguido normal en la zona de mayoreo.
De las 10 carpas médicas previstas en el nuevo dispositivo, de momento, están operativas cinco. Son ambulatorios voluntarios. A menos que el personal sanitario que rastrea las instalaciones considere oportuno un examen más a fondo. Hasta el jueves, se había atendido a 180 personas. Una representación minúscula de los aproximadamente 400.000 personas diarias que circulan estos días por el mercado. El pollero sin cubrebocas tiene una teoría: “En este mercado somos bravos y vamos al día. No tenemos miedo”.